Por Héctor Balvanera A.
Bienes Culturales, Arquitectura y Arte Sacro
Es un reto mayúsculo responder a este llamado, no porque lo haya firmado un Sumo Pontífice (particularmente uno como el Beato Wojtyla); sino porque es, a todas luces, un clamor inspirado por el Espíritu Santo a que desde la especial tarea de la creatividad humana, cooperemos con el Señor; un compromiso que trasciende lo formal-profesional: Testimonio de vida.
Quizás de modo, un poco orgulloso, en nuestra actividad nos hemos atrevido a sentirnos en un lugar preferente, por ser artistas. Bien pareciera que a la palabra creación la hemos despojado de la “ce” mayúscula para hacerla de nuestro tamaño ¿Con que propósito? Tal vez para que no pese tanto la responsabilidad de integrar nuestra labor con nuestra fe.
Según la teoría del diseño y composición, para iniciar un proyecto se formulan dos preguntas: ¿Que es? Y ¿Para quien es? (El resto de interrogantes aplicables pueden incluirse dentro de estas). En el caso del artista católico la segunda cuestión es determinante, sobre todo cuando se trata de un proyecto de arte religioso; primero, porque más allá de las necesidades utilitarias del usuario (feligresía, clero o público en general), esta la fe: el sentido clave al proyecto.
Es bueno mirar con esperanza, tener presente más a menudo al único Creador y personalizar esas palabras de Juan Pablo II donde llama al artista: genial constructor de belleza. Y es que el Amor del Padre nos ha entregado un don, pero no solo para el disfrute personal; es uno que tiene que fructificar como la buena semilla, para compartir y alimentar: A través de nuestro arte, ser instrumentos para el anuncio de la Buena Nueva.
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